Notas de viajes – Tanzania – Playa de Bagamoyo

La tierra bajo mis pies se va tornando fina y clara. Al volver la descarnada esquina de una casa en ruinas me encuentro con el mar, y con un sol joven sobre él. Me adentro en la playa entre palmeras y árboles que no conozco, me acerco a la orilla. Me siento sobre una barca volcada sobre la arena. Me aferro a la ilusión de que mi ropa oscura pasará desapercibida entre la gente, como uno de los cientos de pájaros negros semejantes a las gaviotas que pululan por todas partes. Las aves buscan restos de comida entre los barcos varados en la arena, que ocupan una buena porción de la playa. Las embarcaciones conforman una pequeña flotilla, casi una docena de naves. Son muy parecidas y están muy juntas, como si fuesen viejas hermanas. Embarcaciones de madera que habrán resistido a infinitos envites del mar y que ahora reposan en la orilla con sus velas plegadas, sus mástiles inclinados y cercanas las unas a las otras. Si alguna volcase, caerían todas, como las fichas de un dominó.

              Muestran mucha actividad. Hombres con pantalones y camisas arremangadas caminan hacia ellas con fardos cargados sobre sus hombros, como en los cuadros antiguos de naves que se pertrechaban antes de atravesar el océano. Sus negros pies desaparecen en los primeros palmos de un mar incipiente. Otros los esperan desde la embarcación, al otro lado de una cuerda que cuelga de una polea. El ajetreo de los que se mueven por entre las naves contrasta con la quietud de los que no hacen nada. Un grupo está sentado bajo una sombra improvisada, con redes inservibles que se ondulan con el viento, vistiendo ropas que no pueden ocultar los años de uso. Otros, al igual que yo, recostados sobre alguna quilla de alguna pequeña barca, miran hacia los barcos tapándose la cara para evitar la luz del sol. Quizás esperen una oportunidad de trabajo, que alguien los llame requiriéndolos para alguna tarea. Distribuidas por la playa hay unas mesas de madera basta y ondulada, esculpidas por la sal y por el tiempo. Mujeres se afanan en limpiar una superficie que quizás pronto se cubrirá de pescado fresco. Hay otras mesas en la zona más cercana al pueblo, cubiertas por chapas oxidadas. Bajo ellas se ahúman los pescados en fuegos de leña. Me imagino que es una de las escasas maneras que tienen de conservar alimentos, y hay docenas y docenas de puestos. Juntos conforman un techado irregular, como una tela compuesta solo por parches. Bajo él, el humo de muchos fuegos ha propiciado un ambiente siniestro, un oscuro bosque de postes, maderas retorcidas y techos ennegrecidos. Es como si no solo estuviese ahumado el pescado que se ofrece en las mesas, si no que todo el puesto estuviese ahumado también.

              Desde allí llega un extraño aroma de pescado pasado y humo. Ese aroma se contamina con el de una veintena de vacas que pasan por delante. Son conducidas lentamente por la arena hasta las embarcaciones, no tienen prisa por llegar. Las meten en el agua, las van a cargar en un barco. Parecen tensas y se muestran desconfiadas. A todo eso se añade que la sensación de las olas rompiendo sobre sus cuerpos debe de ser extraña. Un grupo de hombres con el agua hasta sus rodillas las hostigan con largas varas para que se mantengan agrupadas cerca del barco. Poco a poco, una a una, las van izando. Les colocan unos arneses con cuerdas y la vaca asciende y vuela durante unos segundos. Patalea en el aire, hasta que muy despacio aterriza dentro del barco, donde desaparece.