Notas de viajes – Tanzania – Carreteras de Tanzania

En las carreteras de Tanzania la soledad no existe. Puedes viajar kilómetros y kilómetros sin dejar de ver a ningún ser humano a través del cristal del autobús. La gente vive de cara a la carretera, vendiendo algún producto, con alguna actividad. Da la sensación de que cada pueblo esté unido al siguiente. Niños que acuden en grupo al colegio, mujeres portando cestas en sus cabezas, bicicletas y motos cargadas hasta lo imaginable, cada carretera es una arteria vital en la vida de este país. Quizás por ello, para evitar accidentes, existen badenes a cada poco, donde el autobús en el que viajo debe de frenar. Pero a veces el vehículo no lo consigue del todo, lo que supone que los pasajeros den un saltito, impidiendo cualquier intento de echar una cabezada. Aunque esto ayuda a que no te pierdas ningún paisaje, que puede cambiar en pocos kilómetros de seco y marrón a verde y húmedo. Hasta los árboles de las acacias que tanto gustan a las jirafas son diferentes de una zona a otra. Lo único común son las construcciones de la gente, de adobe y tejado de chapa, delimitando sus tierras con pitas y arbustos. Fronteras infranqueables en base a leyes no escritas que se pierden en el tiempo. Salpicados a cada poco hay alguna escuela o algún campo de fútbol, donde los chavales persiguen a un balón improvisado, algunos descalzos, sobre un terreno plagado de hoyos. Hoyos que aprovechan los patos para bañarse cuando llueve.

                Pero el entretenimiento no está sólo a fuera del autobús, también lo está dentro. Acompañando al conductor viajan dos trabajadores. Hacen de revisores, acondicionan a los animales en la parte baja, en el maletero, cobran a todo el que recogen en el camino y ejercen una férrea autoridad dentro del vehículo. En cada parada permiten que alguien suba a vender algo y dar una charla sobre su mercancía. Comida, refrescos, productos de belleza o plantas medicinales. Cuando hay algún niño revoltoso lo envían castigado a la cola del autobús, precisamente donde yo comencé el viaje, buscando la tranquilidad. Al rato de partir me encontraba en medio de una guardería. El efecto de los badenes y de los baches se multiplicaba en la parte trasera, y a veces se votaba hasta casi dar con el techo. Pero ellos disfrutaban de cada envite como si de una atracción de feria se tratase. Al principio, por mi aspecto diferente me respetaron, pero se fueron acercando y acabé enseñándoles en mi móvil las fotos del safari por el Serengueti. Fue un momento de paz. Desde cada asiento de mi alrededor, la cabeza de un niño se asomaba a la pantalla de mi teléfono como si de un pozo se tratase. Cebras, hipopótamos, hienas, les sorprendía cada animal que aparecía, y competían por ser quien primero dijese el nombre en su lengua, en suajili. Pero en una de las fotos no se veía bien el animal, estaba muy lejos, y traté de ayudarles: “¡un león!”, … pero ellos seguían callados. Hasta que agrandé la imagen y todos se volvieron hacia mí a la vez, con los ojos muy abiertos y una expresión en sus rostros que nunca olvidaré: ”¡simbaaaaa!”, gritaron todos a la vez.

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