Cuando se visitan los palacios de los sultanes en Estambul se observa algo común con todos los antiguos edificios árabes que conozco: el agua. El murmullo del agua siempre está presente en los jardines, en cada rincón de cada patio. Fuentes cristalinas, acequias que reparten su sabia líquida por entre los árboles y las flores. Ese sonido que acaricia los oídos me es familiar, los jardines de la Alhambra, los del Alcázar de Sevilla… Siempre he relacionado esta arquitectura con la necesidad de los antiguos ocupantes de estos palacios con tener cerca un trocito de naturaleza, con tener siempre presente la esencia divina que buscaban con sus rezos. Pero cuando más entregado estaba al regusto de los sentidos paseando por los jardines del sultán, el guía que mostraba el palacio me sacó de las ensoñaciones. Me dio otra perspectiva más oscura, más terrenal. ¿Qué pasa si de un grupo de varias personas dos de ellas se alejan un poco y se ponen a conversar junto a una corriente de agua? ¿Se puede seguir escuchando lo que hablan? Pues la verdad es que no. Es como si se hubiesen alejado muchos metros. Parece como si los sonidos de la voz humana y del agua se fundiesen y se difuminasen de tal forma, que ya no fuese posible descifrarla. Dicen que incluso hoy día, ni la moderna electrónica es capaz de separarlas. Por eso cuentan que la disposición de las fuentes, de los canales de agua en los jardines, no es casual, obedecía a la necesidad de los mandatarios de mantener la privacidad de las conversaciones con sus consejeros o con otros gobernantes.