Esta mañana viajo desde Puno a Arequipa. Puno está a las orillas del lago Titicaca, en el corazón de los Andes y viajar hacia Arequipa es hacerlo a través de una carretera que pasa por lugares a más de cinco mil metros de altitud, en dirección a la parte occidental de la cordillera, la más cercana al Océano Pacífico. Puno ya está a casi cuatro mil metros, pero aún tenemos que subir más. Observo como las montañas están desiertas en las grandes alturas. Tienen un poquito de nieve, pero poca desde hace seis o siete años. Dicen ellos que por el cambio climático. El autobús serpentea por carreteras esculpidas en la montaña. Junto a mi ventana paredes de las que sobresalen infinitos riscos. Es una especie de paranoia quedarse mirándolos fijamente. Aparecen figuras, cuerpos, caras, animales, formas inverosímiles. Creo que sé de dónde sacaron las civilizaciones antiguas de esta parte del mundo la imaginación para crear esas formas tan extrañas que representaban en los grabados, en las cerámicas, y en esas figuras que idolatraban.
A mi lado llevo a una señora con su hija encima. Es muy linda, con los ojos rasgados y una nariz redondeada y fina. Pero muy tímida. Al principio ni me mira. Tiene un sombrerito típico de esta zona. La mujer, al arrancar el autobús, comienza a rezar con su hija. Dice en alto algunos pasajes de la biblia. Teme al viaje, al autobús. Dice que si ve que el autobús va más rápido de la cuenta se levantará y reprenderá al conductor. No es la primera vez que lo hace.
Cuando pasamos por un pueblo, en la parada, entra en el autobús un vendedor. Al principio no lo parece, es como un instructor de alimentación. Desde la plataforma delantera donde se encuentra el conductor, pide unos minutos de silencio y habla en voz alta para todo el pasaje. Habla de lo bueno que son algunos alimentos y de algunas costumbres sanas, como comer frutas, verduras, y beber en un vaso de agua en ayunas. Luego aconseja algunos otros alimentos como beneficiosos para la salud. Más tarde saca un producto que reúne la esencia de todos esos alimentos, en un paquete de cartón. El producto se llama “Sacha Inchi”, o menú del Inca. Se supone que los Incas eran grandes y fuertes, por su buena alimentación y cuidados.
La mujer que viaja a mi lado le compra un paquete, y yo le compro otro. Ella según me comenta está muy preocupada por la alimentación, por los productos que come, y por lo que le da a la niña. Me cuenta algunos trucos para hacer platos con quínoa, o como mezcla cáscara de huevos machacadas con algún zumo. Junto a ella, en el pasillo, lleva un pequeño taburete y una pequeña palangana. Por lo visto, a algunas alturas la niña vomita y se pone mal. Creo que no paga al llevarla en brazos, pero si vomita la tiene que sentar. Me dice que cuando hay sobra de sitios coge dos asientos libres juntos, pero que en este viaje no había. Es decir esto, y ponérsele mala cara a la chiquilla. Observo que más atrás hay un asiento libre y le cedo el mío. Me despide con una mirada de gratitud, y yo con una de pena (¿Cuántas cosas me habría contado?…).