Notas de viaje – Marruecos – El gallo de la abuela de Salma

La abuela de la pequeña Salma tenía un gallo. Era grande, bello, poderoso. Su cresta roja, muy roja, destacaba sobre el blanco de su rostro, de su cuello. Ese blanco orgulloso se extendía por el plumaje de su torso, hasta difuminarse en los tonos pardos de sus alas y de su cola, la cual mantenía siempre firme, como el timón de un barco. Salma a veces lo escuchaba al despertar, casi a la misma vez que el muecín llamaba a la oración desde el minarete de la mezquita. Un poco más tarde, después del desayuno, acompañaba a su abuela al corral para el diario reparto de comida entre los animales. Además del gallo, la familia de Salma tenía gallinas, corderos, patos, perros, y hasta un burro, que ayudaba a su padre en las labores del campo. Pero lo que  le gustaba a Salma de esa visita al corral, no era sólo ver a los animales, o ayudar a repartir la comida, lo que le fascinaba realmente a la pequeña era comprobar como día tras día, su abuela les hablaba a los animales. Antes de iniciar el reparto la comida, la anciana levantaba la capucha de su chilaba para descubrirse, y se inclinaba como para que los animales la escuchasen mejor. Luego les preguntaba si habían pasado buena noche, se interesaba por alguna herida en alguna pelea, y finalmente les advertía de que debían de comportarse de una manera correcta durante el día. Los animales, nerviosos ante la inminente llegada de su desayuno, hacían ruidos y se movían inquietos, con lo que parecían entenderla. Salma le decía a su abuela entre risas “¡No te escuchan abuela!”, y ella siempre contestaba aparentemente ofendida “¡Claro que sí, Salma! ¡Sí lo hacen!”.

Tras el reparto, la abuela dejaba la puerta del corral abierta, para que el animal que quisiese saliese a la calle, y buscase más comida y esparcimiento en los alrededores de la aldea. Se unían a los animales de las familias vecinas en revoltosas reuniones, con juegos y peleas, que recordaban al patio de un colegio. En la salida del corral, el gran gallo era siempre el último en cruzar la puerta. Con su porte imperial daba pasos lentos pero firmes, sin ninguna prisa, afrontando su salida al mundo exterior como lo que era, el rey, con orgullo. Salma lo contemplaba fascinada desde la puerta de la calle. Normalmente el gallo junto con todos los demás, volvían al cabo de las horas voluntariamente, con su sentido de la orientación, aunque a veces Salma y sus hermanos debían de recorrer la aldea buscando algún rezagado, o alguno que se había colado en el corral indebido. Nunca había problema con esto, porque en aquella pequeña aldea, cada vecino sabía lo que era suyo.

Pero un día ocurrió algo. Por la tarde, los hermanos de Salma entraron en el corral para realizar un rutinario recuento. Los animales ya estaban esperando la llegada de la noche, atrincherado cada uno en su lugar de reposo. El gallo también permanecía en su lugar habitual, pero se encontraba de un modo diferente a como solía estar. Los hermanos observaron que estaba encogido, con las alas caídas, su maravilloso plumaje blanco se había tornado sucio y oscuro, del color de la tierra, y en el lomo tenía restos de sangre coagulada. Se lo dijeron a su abuela, y la mujer acudió con Salma para limpiarlo y curarle la herida. Una vez atendido, lo dejaron acurrucado en su esquina, agazapado, triste. Salma no pudo evitar agarrarse a la cintura su abuela y llorar. Sus hermanos les contaron más tarde, que un vecino había comprado un nuevo gallo, más pequeño y feo que el de ellos, pero muy peleón, y que ambos se habían enzarzado a picotazos en medio de la calle. Las secuelas al gallo de la abuela de Salma le duraron varios días, en los que el gallo permaneció casi en la misma postura, sin querer probar la comida, y sin salir a la calle.

Pero poco a poco, al cabo de unos días, el gallo comenzó a recuperarse. Volvió a andar, a cantar, aunque su porte ya no era el mismo. Volvió a salir del corral. Pero al cabo de unas pocas salidas, tuvo de nuevo una pelea, y volvió a suceder lo mismo que en la vez anterior. Los hermanos de Salma lo encontraron en la calle, arrinconado y moribundo. Salma y su abuela repitieron el proceso de limpiarlo, de curarlo, pero el ánimo de la pequeña se volvió triste, como el del gallo, que parecía no querer vivir. Aunque a la semana, milagrosamente, éste volvió a dar síntomas de mejoría, y de nuevo comenzó a recuperarse. Pero esta vez, cuando el animal comenzó a cantar y a recobrar fuerzas, la abuela llamó a Salma para que entrase junto con ella en el corral. La mujer agarró al gallo y torpemente lo subió a una estantería de madera, donde colocaban herrajes y útiles de labranza, para tenerlo a su altura. Cuando consiguió estabilizarlo en esta superficie, hizo una pausa, lo acarició, y comenzó a hablarle. “Mira gallo, no puedo verte de este modo. Tú eres fuerte y poderoso. No sé cómo te dejas avasallar por ese matón provocador”. El animal pasó de estar encogido como desde hace días, a estirarse en una muestra de atención. Mientras, Salma asistía a la charla en silencio, y con los ojos muy abiertos. “Te voy a decir algo,” prosiguió la abuela, “quiero que la próxima vez que te encuentres con él, le muestres todo tu poder y le venzas. Y si no es así, y vuelves otra vez moribundo, no tendré más remedio que sacrificarte”. Después de decir esto, la abuela miró a Salma, percibió el gesto serio y las lágrimas de la pequeña a punto de brotar. Luego se volvió hacia el gallo y concluyó: “sin embargo, si le vences, te prometo que morirás de viejo, y nunca te sacrificaré. Te lo prometo”.

Después de esta charla con el gallo, los siguientes días fueron angustiosos para Salma. Trasladó sus actividades, sus juegos a la puerta del corral, donde permanecía durante horas, vigilando la salida del animal. Trataba de que no saliese y se arriesgase a una muerte segura. Se las arreglaba para interponerse, para asustarlo, y que volviese al interior del corral, y no se aventurase por las calles. Incluso se buscó la forma de atrancarle la puerta durante toda la mañana, sin que su abuela se diese cuenta. Así podía dedicarse mientras a otros quehaceres y juegos. Aunque aquella vigilancia no podía ser eterna, y un día, a media mañana, al pasar por la puerta del corral, descubrió que ésta estaba abierta. Entró adentro, y en el interior el gallo no estaba. Salió a correr por las calles de la aldea, pasó por la plaza, se adentró en los caminos; todos le preguntaban: “¿a dónde vas Salma?” Y ella sólo decía: “¡mi gallo, tengo que encontrar a mi gallo!”… Pero no logró encontrarlo. Luego avisó a sus hermanos para que la ayudasen, pero nadie consiguió saber dónde estaba.

Al mediodía, los animales comenzaron a volver al corral. Algunos por su propia voluntad, y otros ayudados por sus hermanos. Salma los contemplaba agarrada a su abuela, con los ojos rojos, mientras la mujer tendía ropa en el patio. A la vez que colgaba las prendas en los cordeles, trataba de consolar a la pequeña, hablándole, tratando de que no pensara. Le decía que traerían a otro gallo, más grande, más fuerte, más bello… Aunque de pronto, la abuela dejó de sentir el abrazo de Salma en su cintura. Bajó su mirada, y observó como la niña tenía los ojos muy abiertos, y su pequeño brazo apuntaba a la entrada del corral. “¡Mira, abuela!…” El gallo apareció entonces despacio, con paso firme, casi marcial. Tenía manchas en su torso blanco, y plumas a medio desprender, restos de pelea, pero su caminar era tan erguido y orgulloso, que nadie dudaría de que había salido bien parado, en alguna batalla.