Ya no existe esa imagen antigua de China, con una marea de gente circulando en bicicleta por las ciudades. Ahora, cuando se pone en verde un semáforo, salen por un lado las bicicletas normales, por otro las eléctricas, por otro la gente que va en patinetes eléctricos, por otro las motos, las motos eléctricas, los triciclos, los carricoches con su carga detrás, y cualquier tipo de vehículo hasta difícil de imaginar… Hay que tener cuidado al cruzar la calle. Puedes mirar a un lado y que no venga nadie y por el otro cualquier artefacto con ruedas que parece ir a por ti. A muchos, mientras pedalean o conducen su vehículo, se les puede ver fumando, hablando por el móvil, chateando, tatareando alguna canción popular china, o algún cántico ceremonioso y antiguo. Aunque tienen que pasar muy cerca para escucharlos, porque el ruido de fondo es muy alto. Hay que tener en cuenta que no sólo se acciona el claxon de un vehículo ante una situación de peligro, o para recriminar algo a alguien, como en Europa. Se pita por sistema, simplemente al pasar por al lado de alguien, como aviso de que se le está adelantando.
Y el caso es que el centro de las ciudades a las dos de la madrugada, desiertas, sin tráfico, quitando las letras y los carteles en chino, nos podría parecer cualquier ciudad de Europa. En cuanto al asfaltado de las avenidas, los viaductos, las aceras, los carriles bici, la señalización… todo es muy parecido a Occidente. Pero el tráfico sigue conservando parte del caos de antiguo y de las poblaciones pequeñas. Coches que tuercen sin señalizar, que se cuelan en cualquier oportunidad, que no respetan el paso al vehículo que tiene preferencia,… todos avanzan cuando pueden y como pueden. Cuando tomé algún taxi me pareció formar parte de una de esas exhibiciones aéreas en las que los aviones se enfrentan y se cruzan de frente peligrosamente. Pero lo curioso es nunca pasa nada, o al menos yo no lo he visto. A pesar de ser tantos, existe una extraña confianza en que el otro haga lo esperado.
Una mañana iba en un taxi, en el asiento delantero, junto al taxista. Ya de lejos observé que en el carril de la derecha había una mujer en el paso de cebra, esperando a cruzar. Pero estaba muy adelantada, justo en medio del carril por donde circulaba el taxi. Se quitará, se retrasará hasta la acera, me dije yo. Pero no se quitaba. Parecía un duelo entre la mujer mayor y la moderna máquina. El taxista tenía libre el carril de la izquierda pero tampoco cedía. Al final el taxi tuvo que frenar para no atropellarla. La bordeó y se quedó mirándola. Me sorprendió que no pitase, algo raro aquí que se pita por todo. Luego el taxista me miró y sonrió.
Pero más aún me impresionó lo que ocurrió otra vez. También iba en el asiento junto al conductor. Circulábamos por la autovía de circunvalación de una ciudad pequeñita, por el carril de la izquierda. Cuando finalizábamos un tramo de curva, apareció de frente, por el mismo carril donde circulábamos, un hombre-kamikaze que caminaba en contramano hacia nosotros. Andaba despacio, cargaba a sus espaldas un fardo de ramas atadas con cuerdas que ocupaban de un lado al otro el carril. No iba ni tan siquiera por el carril de la derecha, por donde podría evitarnos y meterse en el arcén, transitaba por el de la izquierda, que lindaba con los arbustos de una delgada mediana. Nos dirigíamos directamente hacia él, pero como quedaba algo de distancia, el taxista pudo esquivarlo metiéndose en el carril de la derecha. Al pasar a su lado el hombre ni nos miró, caminaba despacio, tranquilo, como si fuese por el lugar correcto. En este caso el taxista sí que pitó. Pero el hombre continuó su camino sin sobresaltos.