Payasos en guerra

El camión militar avanzaba despacio, al ritmo que le permitían los baches, como en el baile de un pesado elefante. Dentro los hombres saltaban de sus asientos y chocaban entre sí. Uno de los payasos trató de abrir su bolsa para coger una botella de agua, pero el soldado que tenía al lado se aprovechó de ello, y sustrajo de ella una nariz roja y un sombrero del mismo color. El soldado se los colocó, y adoptó una pose marcial, con una mano pegada a la sien y la otra sujetando su Kalashnikov. La nariz y el sombrero rojo contrastaban con su uniforme gris, y todos los ocupantes del camión rieron. “¡Ahí fuera serías un blanco fácil!” Le dijo otro soldado. Y como los payasos no entendían su idioma, hizo el gesto de apuntarlo con una escopeta ficticia.

Aquel día era frío en los Balcanes, y el camión atravesaba una espesa niebla, que escapaba del bosque como si este ardiese. Los primeros árboles eran un espejismo, pero en algunos lugares la niebla se despejaba, y permitía distinguir un bosque profundo y denso. A los payasos les habían asegurado que aquella zona era tranquila, que sólo quedaba alguna escaramuza. A pesar de ello, era difícil no pensar que alguien los espiaba desde la niebla, y esperaba el momento justo para dispararles. La sensación de peligro aumentaba cuando bajaban del vehículo y hacían algún tramo a pié, porque el firme estuviese destruido o porque el camión cruzase algún puente debilitado por las bombas. De no ser por las huellas de la guerra, aquel lugar sería idéntico a otros rincones de Europa. Antes, lo habría delatado sólo alguna indicación en yugoslavo, o algún símbolo comunista olvidado. Carteles cuarteados y esculturas agrietadas con la hoz y el martillo.

En el trayecto al campo de refugiados, el camión atravesó un pueblo fantasma, con coches quemados y tejados hundidos. Los impactos de balas en las paredes eran verdaderas colmenas. Atravesaron calles alfombradas con platos rotos, libros, cuadros, porta fotos con retratos de familias. Las ruedas del vehículo hacían crujir los restos de cristales y tejas. Los payasos solicitaron hacer una parada para disfrazarse, antes de llegar al campo de refugiados. Mientras se vestían, uno de ellos aprovechó para internarse en un terreno de cultivos abandonado. Buscó alguna vegetación tras la cual hacer sus necesidades. Pero los gritos de los soldados lo hicieron detenerse en seco. Se había internado en un campo de minas. Despacio, tuvo que volver sobre sus pasos, con los que escapar de ese callejón sin salida.

Tras el rescate se pusieron de nuevo en marcha. A media mañana llegaron al campo de refugiados. Atravesaron un control en la entrada y se internaron en una calle de tiendas de lona y construcciones ligeras, con tablones de madera y tejados de chapa. Un grupo de hombres conversaban alrededor de un fuego, iban vestidos como cazadores. Parecían dispuestos a salir de caza, pero en vez de rifles portaban fusiles de asalto. Algunas familias habían conseguido conservar algunos de sus animales, y los tenían entre las tiendas, o los utilizaban por dentro del campo para transportar maderas, cubos de agua o leña. Los payasos saludaban desde el camión con sus sombreros, sus pelucas, sus narices y sus caras maquilladas en blanco. La gente se paraba, y tras un instante de sorpresa saludaba también. Los llevaron a un colegio abandonado, donde les habían habilitado un lugar para realizar actuaciones.

En la entrada, docenas de niños se acercaron con recelo. Los más pequeños estaban asustados ante la apariencia estrafalaria de aquellos seres extraños. Los payasos se emplearon a fondo en sus tácticas de primeros contactos y trataron de conquistarlos uno a uno con algún gesto. Pero ya sabían que el reto iba a ser difícil, y los niños se mostraban fríos e indecisos. Hasta los caramelos eran recibidos con desconfianza. A esto se unió que algunos de los más pequeños comenzaron a llorar, y a crear un ambiente hostil. Dentro del colegio les habían preparado un improvisado escenario, con sillas para que los niños se sentasen. Así que los payasos se reagruparon, y se propuso una táctica: comenzar con el mejor de sus números. Tratarían de romper lo antes posible aquella seriedad, aquella resistencia de los niños a la risa. Dos payasos los acomodaron en las sillas, y el resto preparó el material necesario para realizar la actuación. Sacaron de una maleta plateada: pañuelos exagerados, bocinas, bolas, y artilugios malabares,.

No fueron necesarios varios minutos para acallar a los niños y dar comienzo al número, como ocurría frecuentemente en el país de los payasos. Desde el principio permanecían en silencio, con miradas frías e intensas. Los payasos se reunieron en el centro del escenario, en círculo, como un equipo de baloncesto en un descanso, discutiendo la táctica con su entrenador. No habían hecho miles de kilómetros para fallar ahora. Estaban impacientes por conseguir arrancar una risa, por hacerlo lo antes posible. Se alimentaban de ellas. Comenzaron el primer número con la mayor tensión, con una gran concentración, lo que se tradujo en un cierto agarrotamiento que percibieron los niños, que permanecían en silencio. Los payasos se cruzaban entre sí, se tropezaban, trataban de exagerar al máximo las caídas, suplicando unas risas que se comportarían como chispas que encendiesen un fuego, que luego tratarían de avivar.

Pero de pronto se escuchó un sonido. Los payasos detuvieron sus movimientos… ¡Eran tiros!… Una ráfaga se escuchaba fuera de la sala, y tras la primera, sin apenas pausa, llegó una segunda, y luego una tercera. El sonido de las balas empujó a los payasos a tirarse al suelo, cubriendo sus cabezas con las manos… Pero al cabo de unos segundos, el ruido cesó. Se hizo el silencio. En verdad, ni una sola bala había entrado en aquel lugar. Afuera, cerca de la entrada, uno de los cazadores había descargado su arma en el aire, avisando de que en aquel lugar se celebraba algo, como cuando se tiran cohetes en la fiesta de un pueblo. Cuando el ruido cesó, los niños, que en todo momento habían permanecido sentados, acostumbrados al sonido de las armas y a que aquello fuese parte del espectáculo, arrancaron en un torrente de risas, en un aluvión de carcajadas, retorciéndose en sus sillas, mientras los payasos se levantaban torpemente del suelo.