Necesitaba cambiar dinero, euros por francos cfa, la moneda de Malí. Estaba en un mercado de calles polvorientas, con cientos de pequeños puestos, en los que se amontonaban alimentos y artículos que superaban cualquier imaginación. Tras ellos siempre gente, unas de piel caoba tersa, otras de rostros arrugados, pero siempre gente que trataba de sobrevivir un nuevo día. Entre los pobres techados de los puestos, entre las plantas secas y los palos retorcidos, se alzaba, como si de un castillo medieval se tratase, un edificio moderno rodeado de un muro. El interior resultaba familiar para un europeo. Puertas de cristal, asientos de espera, carteles advirtiéndote del grave error que cometías, de no confiar allí tus ahorros. Sólo desentonaban los empleados, que vestían camisas a la moda, de dibujos sicodélicos. Una persona estaba siendo atendida frente al mostrador, de pié, y otras siete u ocho esperaban sentadas. Se alternaban sandalias, largas túnicas, pantalones con remiendos y vestidos de colores explosivos. Todos dirigieron hacia mí sus expresivos ojos. No había ni rastro de ningún cartel, ni de ninguna pantalla que indicase un orden. ¿Qué podía hacer? ¿Pedir la vez? ¿Colocarme detrás del hombre que estaba siendo atendido? Alguien me señaló hacia un lateral del mostrador, donde varios rectángulos de cartón se disponían en fila, como vagones que formasen un trenecito. Existía un notable parecido entre ellos, pero cada uno parecía tener su historia. Unos relucían por lo nuevo, otros tenían dobleces, otros estaban gastados, y alguno con toda seguridad había estado en remojo. Cada uno hablaba de la vida de una persona, de su edad, de donde comenzó a existir, y, en una esquina, del aspecto que tendría quizás ayer, quizás muchos años atrás. Un empleado terminó de atender al que estaba frente al mostrador y cogió el primer vagón del trenecito, se lo acercó a la cara, y dijo un nombre. Alguien se levantó de su asiento y se acercó para ser atendido. Entonces abrí mi cartera, saqué mi carnet de identidad, y me desprendí de él. Lo coloqué al final del trenecito, como último vagón. Me senté a esperar.