La teoría del caos (El orden y el desorden)

En la última sesión, en su consulta, el psicólogo me preguntó cuándo comencé a pensar en «eso» que yo llamaba «teoría del caos». Le conté que todo se inició con algo muy cotidiano, muy simple. Una tarde compraba comida en un gran supermercado, y andaba lentamente por una de las calles de los alimentos. Distrajo mi atención un empleado que reponía con botellas de leche una de las estanterías más bajas. Estaba agachado, en una posición algo incómoda. Una señora llegó con su carrito, y, como si el trabajador no existiese, se interpuso entre el hombre y la estantería, interrumpiendo su trabajo. Él se quedó quieto, mirándola, sin atreverse a decir nada. La señora cogió cinco o seis botellas de las que el hombre había colocado un momento antes, y se fue, sin mirarlo siquiera. El empleado pacientemente se volvió a agachar y acabó de reponer el producto. Proseguí mi compra, pero después de aquello, no podía evitar fijarme en las estanterías, y en los huecos que había en ellas. La de una determinada marca de galletas estaba repleta de paquetes, pero en otra faltaba una fila entera. Giré a otra calle, y me fijé en un estante de cubos de detergentes, que estaba casi vacío. Pensé que no permanecería mucho tiempo así, sin que alguien volviese a reponerlo. Pero me vino a la mente la idea de que eso no serviría absolutamente para nada, porque en poco tiempo acabarían llevándoselos, y volvería a vaciarse. Entonces mi cabeza, por un momento, como si estuviese viendo una película a una velocidad mayor de lo normal, aceleró el tiempo, y a la gente, y veía el supermercado como un frenético proceso de trabajadores que intentaban poner orden en las estanterías, procurando que estuvieran siempre llenas, repletas de productos, pero a su vez, muchas personas iban y venían, de una forma caótica. No dejaban de llenar los carros, desordenando todo lo que los otros se afanaban por ordenar. Y así siempre, mes a mes, año tras año, en un proceso que nunca tenía fin. Pasé por caja, y al salir a la calle esperaba olvidarme de aquel pensamiento, pero enfrente del centro comercial se estaba construyendo una casa. Varios albañiles trabajaban en ella subidos en un andamio. Me fijé en una pila de ladrillos, que estaban dispuestos para ser colocados. Pensé entonces en el desordenado polvo, y en la arena con la que se habrían fabricado cada uno de esos ordenados ladrillos, que no serían nada sin un albañil, que los colocara ordenadamente con su cemento, en una ordenada pared, colocada en su sitio gracias a un ordenado plano, dibujado por el arquitecto que proyectó la casa. Casa que durará unos años, quizás más de cien, hasta que el tiempo acabe con ella, y vuelva a desordenarse, volviéndose a convertir en el polvo con el que se fabricaron los ladrillos. A partir de ahí empecé a pensar que todo, absolutamente todo, se reduce a orden y a desorden. Un médico intenta poner orden en un cuerpo, que irremisiblemente, el tiempo desordena. Un escritor escribe libros para intentar ordenar sus ideas, y desordenar la de los demás. Un religioso intenta ordenar las conciencias de la gente, aunque a veces, la conciencia de los demás desordene también la suya. La gente desordena las calles para que otros las ordenen, e intentan poner orden en sus cosas, aunque por otro lado se vuelvan a desordenar,… y pensar en todo eso me creó mucha inquietud, desesperanza, porque me hacía sentir que no hay nada fijo, estable, que todo cambia, se mueve, y no hay nada seguro a lo que agarrarse. Por último pensé que también los sentimientos son un puro caos. A veces se desordenan felizmente, y se vuelven a ordenar, pero luego se desordenan de nuevo, y así siempre… Acabo de decir que esto fue en lo último que pensé aquella tarde, pero creo que no, que quizás fuese lo primero, que así empezó todo.