Adams observaba la Tierra desde un sillón acolchado, solo, apurando una copa de champán, a más de quinientos kilómetros sobre el planeta. Se encontraba en lo que los astronautas llamaban la sala de ocio. La estación internacional estaba formada por docenas de módulos conectados entre sí, que componían un intricado laberinto de cabinas, con paneles indicadores, tuberías y bandejas de cables, que la acercaban en su interior al aspecto de un submarino. La sala de ocio era un lugar muy diferente al resto. Era un módulo centrífugo, diseñado para que existiese gravedad y se pudiese decorar con cuadros, plantas y jarrones. Una pared estaba acristalada, y siempre se podía disfrutar de la Tierra a través de ella. El planeta ocupaba casi todo el plano, se deslizaba como si formase parte de una película en una pantalla de cine. La estación espacial orbitaba el planeta a veinte y seis mil kilómetros por hora, aunque desde allí no daba la sensación de que la nave se moviese demasiado, ni de que el tiempo transcurriese. Ahora Adams era el único habitante de la estación espacial. Tenía sólo para él, la pantalla sin espectadores, los sillones vacíos y la mesa donde se jugaron tantas partidas de cartas. Sobre ella una única copa, con la que apuraba una botella de champán, la que los astronautas siempre habían reservado para cuando se diesen por cumplidos sus objetivos y estuviesen en disposición de volver a casa. Estaba activado el hilo musical. Los acordes de El lago de los cisnes inundaban la sala.
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La estación tuvo un aspecto muy diferente hasta unas semanas antes, cuando estuvo habitada. Había sido un hormiguero por el que los astronautas se cruzaban por los pasillos, por los módulos, y la recorrían en una actividad frenética, tratando de realizar sus tareas. Planeaban por ellos impulsándose en las agarraderas de acero. Por el módulo de los acumuladores de energía solar, por el de pruebas con el reloj atómico, o el taller de experimentos con nuevos materiales. Cuando terminaban su jornada se reunían en la sala de ocio, y como marineros después de un duro día de trabajo, comentaban las anécdotas que hubiesen acontecido. Solían terminar el tiempo de asueto girando sus sillones hacia la pared donde estaba la Tierra, y contemplándola en silencio. En una de las esquinas donde finalizaba el cristal, estaba situada la luz roja. Así es como la llamaban los astronautas. Era un pequeño indicador luminoso que se encendía cuando desde la base en tierra necesitaban comunicarles algo, a la vez que descendía el nivel de la música de fondo. En el resto de la nave llevaban intercomunicadores, pero en aquella sala trataban de conseguir una relajación absoluta, y se atraía la atención de los astronautas de la forma más suave posible. Sólo se les avisaba de alguna avería que urgiese, o de alguna comunicación no prevista con algún familiar. Y aunque procuraban relajarse, casi siempre tenían un ojo puesto en la luz roja. Ahora estaba apagada, pero a Adams le vino a la cabeza el fatídico día en el que se encendió para informarles de la catástrofe. Desde tierra alguien les pidió que se reuniesen. Tenían que comunicarles algo importante: “se ha confirmado que en apenas unas semanas, una lluvia de grandes meteoritos entrará en contacto con el planeta”.
No podía ser una broma. En los días siguientes, las previsiones se hicieron cada vez más pesimistas. Era una mala suerte, una pesadilla, pero no había duda. Se había comprobado por los científicos. En el cinturón de asteroides, en ese hueco orbital entre Marte y la Tierra, donde debería de haber existido el planeta hermano que no se llegó a completar, varios asteroides de gran tamaño habían colisionado entre sí, y se habían desviado hacia nuestra órbita. Todo indicaba que los impactos serían terribles, y arrasarían el planeta. Incluso algunos vaticinaban que no quedarían seres humanos que pudieran contarlo, que nadie sobreviviría, ni siquiera en los refugios nucleares.
La actividad en la estación casi se detuvo, ya no tenían sentido los experimentos, ni las tareas de mantenimiento. En la agencia les habían explicado que sin apoyo desde la base en tierra, la nave no tardaría mucho en dejar de ser habitable. Uno o dos meses a lo sumo, o antes, si se producía una avería grave. Los astronautas, durante los días siguientes, pasaron muchas horas en la sala de ocio. La mayor parte del tiempo en silencio, pensativos, esperando a que se encendiese la luz roja. Entonces lo hacía muy a menudo, porque siempre había novedades. Llegaban las noticias de que si un científico había dicho tal cosa o tal otra. A pesar del caos que se produjo allí abajo, la agencia logró mantener un vuelo programado a la estación espacial, sólo que en vez de llevar nuevos astronautas, se utilizó para retornarlos a ellos. Deseaban pasar los últimos instantes en sus hogares, junto a sus seres queridos. Volvieron todos menos Adams.
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Ahora Adams estaba solo, junto a su botella de champan. El programa automático del hilo musical continuaba reproduciendo El lago de los cisnes, en la sala de ocio. Habían pasado ya varios días, desde que los meteoritos hubiesen alcanzado su objetivo y confirmado los terribles pronósticos. Adams contemplaba un planeta oscuro, donde antes había uno de un límpido azul. Ya no se distinguían los continentes, ni los cúmulos de nubes, ni los mares. Una cortina gris había corrido su velo tras los impactos, como si todo el planeta se hubiese ido a dormir. Ahora la luz roja permanecía apagada, y le parecía como una máquina de hospital que mostraba el pulso del planeta, cuyo corazón había dejado de latir. El champán ya dejaba de estar frío y debía de empezar a ingerir las pastillas. Las tenía colocadas en fila, en la mesa donde apoyaba la copa. Dos blancas y una azul. A petición suya, las envió la agencia en el último vuelo. Con las pastillas, si lo decidía, podía terminar su vida antes de que la estación dejase de ser habitable. Tomó una de las blancas, que junto con el champán le acercaron a momentos de euforia, en los que le llegaban pensamientos extraños. Como la sensación de que sería el último ser humano que moriría. Todos habrían muerto ya, pero acompañados; con sus parejas, con sus padres, con sus hermanos, con sus hijos, pero él moriría solo, el último. Tantos genios a lo largo de la historia, tantos reyes, tantos emperadores, tantos grandes estadistas, tantos inventores,… pero él era el último ser humano, y, cuando tomase la pastilla azul, dejaría de existir. Sería un momento histórico, aunque no quedase nadie para hacer una película o escribir un libro sobre ello.
Sacó de su bolsillo una fotografía. Una mujer le miraba recostada en un sillón de mimbre, con una sonrisa. Por detrás unas palabras escritas con letras que cada año apreció más estilizadas. Miró otra vez hacía el oscuro planeta. Trató de adivinar el punto exacto donde estaría ella, y junto a quién habría vivido la catástrofe. Torpemente se incorporó para alcanzar una libreta. Arrancó una página en blanco, garabateó unas líneas, plegó el papel y lo introdujo en la botella de champán, ya vacía. Luego dio un sorbo para la segunda pastilla blanca y, antes de quedar inconsciente, apuró la copa ingiriendo la azul.
Unas horas más tarde, descendió el nivel de la música, y la luz roja se encendió.