Aquella mañana Carol hizo autostop. En un cruce de carreteras un coche se detuvo. Era grande, de color negro. Su oscuridad contrastaba con el brillo del sol sobre los campos de girasoles y el alquitrán de la carretera. El hombre que lo conducía le abrió la puerta. Vestía un traje oscuro con una corbata negra. El poco pelo que le quedaba alrededor de la coronilla era de color gris, igual que un poblado bigotito que colgaba de debajo de una nariz abultada y de unas gafas con cristales de aumento. El coche arrancó. Nada más hacerlo, Carol comenzó a contarle las circunstancias que le habían llevado a hacer autostop, pero el hombre no apartaba su mirada de la carretera. No daba muestras de escuchar más que la música. En el display del equipo de sonido se podía leer: “Tragedy | Bee Gees”. El hombre tenía desanudada la corbata, parecía llevar largo rato conduciendo. En un hueco bajo el salpicadero había pequeñas bolsas y cartones con restos de comida rápida, e incluso alguna lata vacía de cerveza. Carol desvió su atención al manto amarillo en los campos de girasoles. En el exterior la temperatura no tardaría en alcanzar los cuarenta grados, el indicador del salpicadero marcaba sólo veinticuatro. La misma edad de Carol. La carretera era recta y solitaria.
Unos pocos kilómetros después de iniciar el viaje, ocurrió algo. A la derecha de Carol se escuchó un suave zumbido. La ventanilla de su lado comenzó a bajarse, y el cristal poco a poco fue desapareciendo en el interior de la puerta. Mientras, el hombre mantenía su vista en la carretera. Carol miraba a la ventana y lo miraba a él. Lo veía de perfil, con su bigotito, sus gafas y su nariz abultada. Tenía cerca los mandos de las ventanas, pero no le había visto separar las manos del volante. El aire entraba como un vendaval y ahogaba la música. Conseguía elevar el pelo oscuro de la chica. Pero en unos segundos, el cristal apareció por la parte baja de la ventana, y poco a poco volvió a aislarlos del exterior. El hombre seguía con el mismo perfil esculpido, sin perder la vista en la carretera. Cuando la ventanilla se terminó de cerrar, Carol se volvió hacia él, pero no consiguió ninguna atención por su parte.
Al cabo de unos minutos volvió a suceder, aunque esta vez en el lado del hombre. El cristal izquierdo comenzó a bajarse, sin que hubiese movido un solo músculo. Pronto se escuchó un torrente de aire. Alborotaba su escaso pelo. Al poco la ventana comenzó a cerrarse, pero se activaron los limpiaparabrisas. El líquido que escupieron inicialmente, no evitaba el chirrido de las dos tiras de goma, que arañaban el cristal delantero. Adquirieron un movimiento tan rápido, que parecía que en cualquier momento saldrían despedidos. Carol se despegó del asiento. Fue entonces cuando el hombre se giró hacia ella. La miró con sus gafas, su nariz abultada y su bigotito. Pero fue sólo un instante, volvió de nuevo la mirada hacia la carretera. Entonces la ventanilla terminó de cerrarse, los limpiaparabrisas se detuvieron y el interior del coche volvió a la calma anterior. Se escuchaba de nuevo la música. Ahora sonaba otra canción: “To love somebody | Bee Gees”. El hombre permanecía en silencio y mirando al frente. Carol respiraba con dificultad. Pero pasaron unos segundos y su pecho volvió a hundirse en el asiento. La chica rompió el silencio:
―Parece que algo no funciona bien ¿no?
―No. Va todo bien ―le contestó el hombre sin mirarla.
―Pero,… ¿las ventanas? ¿El limpiaparabrisas? ―Carol se giró más hacia él, tratando de arrancarle una explicación. Pero el hombre permaneció unos segundos en silencio, con la mirada al frente. Si acaso mostraba una mueca que podría haberse interpretado como una sonrisa. Luego dijo:
―No tienes por qué preocuparte. No es nada.
―Un amigo mío tuvo un problema parecido ―trató de justificar ella―, resultó ser un mal contacto.
―Ya lo llevé a un taller ―replicó el hombre.
―¿Lo han revisado? ¿Y no han podido repararlo?
―No ―dijo él con rotundidad, sin apartar la vista de la carretera.
―Vaya ―Carol siguió insistiendo―, estos coches modernos llevan demasiada electrónica. Seguro que si lo revisan bien…
―Ya te digo que lo han revisado ―dijo el conductor con creciente malestar.
―Pues creo que va a tener que cambiar de taller.
Entonces el hombre se volvió hacia Carol. Unos pequeños ojos azul fuego atravesaban los gruesos cristales. De un modo brusco elevó el tono de su voz.
―¡Ya lo hice niña! Lo llevé a dos diferentes.
Como respuesta Carol tensó las piernas y cruzó los brazos. Miró al frente sin perder la vista en la carretera, permaneciendo en silencio. El paisaje había cambiado los girasoles por el trigo. Continuaba sin apenas árboles, sin apenas sombras donde cobijarse de un sol implacable. Pasó como mínimo otra canción, hasta que, de repente, el hombre en un tono más amable volvió a dirigirse a la chica:
―¿Cómo te llamabas? ―le preguntó mientras trataba de desanudarse aún más la corbata.
―Carol. Me llamo Carol ―le contestó ella con recelo.
―Mira Carol ―dijo el hombre en tono conciliador―, compré el coche hace poco, no es nuevo, ya estaba usado.
―¿Usado? ―ella volvió a mostrar interés.
―Sí, lo compré en un taller. Lo tenían expuesto en la calle. Estaba reluciente.
―La verdad es que parece que está nuevo ―ella despegó su espalda del asiento y se incorporó lo justo para acariciar el salpicadero―. ¿Y ya tenía el problema cuando se lo vendieron?
―Los del taller decían que no. Y además no querían hacerse cargo de la reparación. Yo creo que no podían repararlo.
―¿Qué no podían?
―Eso decían ellos ―el hombre aprovechó la monotonía de la carretera para mirarla.
―¿Y que hizo usted?
―Los denuncié ―dijo con rotundidad, mientras volvía su mirada al frente.
―¡Bien hecho! ―celebró ella.
―Pero para completar la denuncia tuve que buscar a su anterior dueño.
―Vaya, ¿y lo encontró? ―preguntó Carol con creciente interés.
―Sí. Conseguí su dirección y fui a su casa.
―¿Y le preguntó si ya tenía el problema antes de venderlo?
―¿Tú que crees? ―dijo el hombre mientras se volvía de nuevo hacia ella―. Me contestó que no, que no había tenido ese problema.
―¿Cómo qué no? ―la chica se revolvió en su asiento―. ¡Seguro qué mentía! ¡Trató de engañarle!
―Verás ―trató de explicar él―, cuando me abrió la puerta no me pareció un tipo mentiroso. Tenía mal aspecto. El hombre estaba muy pálido y muy serio. Era mediodía y todavía vestía un pijama. Más bien me pareció una de esas personas que no necesitan mentir. De esas que no tienen nada que perder, ¿entiendes?
―Sí, entiendo ―dijo ella volviendo a acomodarse en su asiento.
―Incluso estuvo muy amable conmigo, me invitó a entrar en su casa.
―Con esa pinta, me imagino que no entraría ¿no?
―¿Por qué no? Era un hombre que daba lástima más que miedo. La casa estaba hecha una pena. Todo alborotado. La mesa toda llena de latas de cerveza, de cartones de pizza… Lo único agradable era la música. Tenía puesto un disco de los Bee Gees, ¿los conoces?… ―ella se quedó pensativa―. Bueno, me imagino que no, eres muy joven.
―¡Ah! ―dijo Carol―. Es el mismo grupo que está sonando, ¿no? Lo pone ahí abajo, en el display del equipo de sonido. ¡Qué casualidad que los dos tengan los mismos gustos!
―A mí antes me eran indiferentes ―replicó el hombre―, pero cuando compré el coche, encontré varios discos de ellos en la guantera, y ahora los escucho.
―Bueno, ¿y cómo le fue con el antiguo propietario? ¿Qué le dijo? ―preguntó la chica.
―El caso es que fue amable conmigo ―trató de seguir explicando el hombre―, parecía un náufrago en una isla desierta, al que le llega una visita. Pensé que había tenido algún problema sentimental, o se había divorciado hacía poco.
―¿Por qué? ―preguntó Carol con curiosidad.
―Había fotos de una mujer encima de una mesa. Él se dio cuenta de que las estaba mirando, y me dijo: “¿Guapa verdad? Elizabeth. Era mi esposa. Es una pena que las mejores cosas de la vida tengan su final”. Yo no supe que decirle. Miré a otro lado. Me quedé observando un cuadro que también tenía la cara de ella. Estaba preciosa. Tenía una sonrisa…
―Esas cosas son difíciles de llevar ―dijo Carol cruzando los brazos.
―Sí, debió de ser duro. Esa mujer lo merecía, te lo aseguro. Pero ahí no acabó la cosa. Después de eso, el hombre se fue hacia el cuadro. Y no te puedes imaginar lo que hizo.
―¿Qué hizo?
―Le pasó la mano por lo alto. Sin dejar de mirarla decía: “al menos los cuadros son rugosos, tienen tacto. Las fotografías son lisas y frías”. Luego se puso a llorar.
―¿A llorar? ―preguntó ella con sorpresa.
―Sí ―respondió el hombre, mientras permanecía mirando a la carretera―. Yo no sabía qué hacer. Había visto a poca gente llorar de ese modo. Me fui hacia él y le puse una mano en el hombro, y le dije: “No se preocupe. Algunas cosas parecen no tener solución, pero hay que tener confianza”.
―¿Y que hizo él?
―¿Qué hizo? Dejó de llorar y me miró. Luego descargó su furia conmigo: “¡No entiendo que hace aquí! ¿Por qué me pregunta por una avería en el coche? Lo llevé a un taller para que lo destruyeran. No sé cómo han podido venderlo. ¡No tengo nada que ver con él!”.
―¿Para qué lo destruyeran? ―se interesó Carol―. ¿Por qué? ¡Si está nuevo!
―Eso mismo pensé yo ―continuó explicando el conductor―. Así que dejé un poco de tiempo para que el pobre hombre se calmase. Y cuando logré tranquilizarlo, se lo pregunté. Fue entonces cuando me lo contó todo. La mujer del cuadro y las fotos, su esposa Elizabeth, sufría depresiones. Una noche metió el coche dentro del garaje y se encerró dentro. Allí se tomó un bote entero de pastillas. A la mañana siguiente, él mismo la encontró muerta en el asiento trasero.
En un primer momento Carol se hundió aún más en el sillón. Pero luego se despegó de él, y volvió su cabeza hacia el asiento de atrás. En su rostro se reflejaba la imagen de la mujer, encogida entre las puertas, con las piernas plegadas entre sus brazos y los ojos muy abiertos. Entonces Carol volvió su vista al frente, tratando de darle la espalda a aquella visión. Durante un largo silencio perdió su mirada en la carretera, hasta que, de repente, su rostro palideció aún más, y se giró hacia el hombre.
―¡Dios mío! ¿Por qué me ha contado esto? ¿Me está queriendo decir… que las ventanillas, los limpiaparabrisas…? ―Carol hizo una pequeña pausa para tomar aire―. ¿Me quiere decir que de alguna forma… ella los mueve?
―Bueno, Carol ―dijo el hombre sin apartar la vista de la carretera―, ya sé que esto te va a sonar raro. Pero si, ella hace esas cosas. Casi siempre que los escucha.
―¿Qué los escucha? ¿A quiénes?
―Sí, cuando suenan los Bee Gees ―dijo volviendo hacia ella sus gafas y su bigotito.
―¿Cómo?
―Sí, ese grupo de música, los Bee Gees ―repitió.
―Sí, sí, pero,… ―Carol no terminó la frase. Volvió muy despacio la vista sobre la carretera.
―Sé que a Elizabeth le gustan mucho los Bee Gees, te lo aseguro ―continuó el hombre―. Sólo hace esto cuando suena alguna de sus canciones… aunque también hace otras cosas… le gustan más canciones… es muy sensible.
Carol volvió a reparar entonces en los restos de comida bajo el salpicadero, en las latas de cerveza. También en una manta plegada en el asiento trasero.
―No, no la dejaré ―insistió el hombre―. Te lo aseguro, nunca la abandonaré. Entiendo la desesperación de su marido. Tú no la conoces, es tan guapa… nada podrá ya separarnos ―dijo mientras soltaba una mano del volante para desanudarse aún más la corbata.
Carol ya no parecía atender a lo que le decía el hombre. Ahora era ella la que no dejaba de mirar a la carretera. Tenía la vista perdida. Ante su ausencia, él también abandonó la conversación. Aunque antes de hacerlo, todavía dijo algo en un hilo de voz:
―¿No lo entiendes, verdad?… Eres muy joven. Para mí ha sido una suerte… Antes estaba tan solo…
En ese momento el coche atravesó el final de un repecho, y una gasolinera apareció a la izquierda. Tras de ella, unas casas anunciaban el comienzo de un pequeño pueblo. En un ensanche de la calle principal, había una señal oxidada, que parecía una parada de autobús. “Quiero quedarme aquí”, dijo Carol. Y antes de cerrar la puerta, ella miró por última vez al hombre. Pero él ya tenía su vista puesta en el horizonte, en la salida del pueblo, dispuesto a continuar su viaje. Comenzaba a escucharse dentro del coche: How deep is your love (Bee Gees).