PEDRO SIEMPREALEGRE

Nunca he conocido a nadie que hiciese más honor a su apellido que Pedro Siemprealegre. Hombre bueno, amable, querido por todos. No excesivamente gracioso o divertido, pero su buen carácter aportaba un toque de energía positiva allí donde estuviese. En la oficina era el único que sonreía al llegar un lunes por la mañana, el que ponía un toque de humor en una discusión, o el que invitaba a los compañeros a una copa, a pesar de fallarle un merecido ascenso. “Esto por lo menos no me lo pueden quitar”, decía mientras brindaba con ellos. No se sabe en cuantas asociaciones estaba inscrito; Senderistas urbanos, Rockeros clásicos, Los ases de la barbacoa,…, pero a pesar de la diversidad de personas con las que trataba, nunca se le conoció un roce importante con nadie, y a todos mostraba siempre una cara agradable. Incluso el día que enterraron a su padre, aunque lógicamente no estaba alegre, mostró un talante sereno, y nadie le vio derrumbarse.

   Cuando su novia lo dejó, esperaban que su carácter cambiase. “No es por ti”, le dijo ella, cuando se fue con un hombretón que le sacaba dos cuartas. Hermosa, divertida, la mujer con quien soñaba vivir las mil y una noches, un nefasto día se alejó de su lado. Y para colmo ambos vivían en el mismo barrio. Pedro a partir de entonces tuvo que cruzarse a diario con ella y con su nuevo novio. Se los encontraba en bares cargados de recuerdos, entre canciones cargadas de recuerdos, y no podía evitar observarla a través de los vasos y de la gente. Su maravillosa risa ya no la provocaba él, su mirada de complicidad ya no iba dirigida a él, y salía del bar agarrada a su nuevo novio, bajo el paraguas, abrigada por su cuerpo. Es como si hubiese muerto, o nunca hubiese existido para ella. Sin embargo, hasta en esas circunstancias, Pedro trataba de que no se nublara nunca del todo su sonrisa.

   Una mañana se levantó con un fuerte dolor de cabeza. Puso en práctica remedios que sólo le aliviaron un poco, pero la molestia persistió. Visitó a varios médicos, le hicieron pruebas, análisis de todo tipo, pero nadie daba con el mal que tenía. Por fin, lo enviaron a una de esas máquinas modernas, que te miran todo por dentro, y se le descubrió una manchita cerca del cerebro. “Tendremos que hacer una biopsia para saber que tratamiento aplicarle. Pero le advertimos que será delicado. Está en una zona complicada, muy cerca del nervio óptico”.

   Pedro en principio no quiso preocupar a la gente que le rodeaba. Pero un amigo desveló el secreto, y cuando comenzaron a preguntarle, decía: “por fin os vais a librar de mí”, en tono de broma. El día que le hicieron la biopsia, en la sala de operaciones, bromeó con el anestesista, con el cirujano, con una enfermera. Incluso le explicaron para qué servían cada una de las herramientas punzantes preparadas junto a su cama, y todos los pormenores de la intervención, hasta que los detalles le abrumaron, y les pidió que lo durmiesen. Cuando despertó, un médico le informó que en cuarenta y ocho horas tendría los resultados. ¿En tan poco tiempo? ―preguntó Pedro. “Si. Si encontramos algo malo hay que actuar rápido”.

   Pedro pidió a su jefe unos días de permiso. Procuró no asistir a sus actividades, no verse con los amigos, no cruzarse con la que fue su novia. Vagó a pie por parques, entró en salas de cine, tiró piedras al río, bebió manantiales de vino rojo, como la sangre, y, cuando despertó al segundo día, acudió a recoger los resultados. Con el semblante pálido entró en la consulta. Su cara de preocupación arrancó una sonrisa en el médico, quien con voz tranquilizadora le comunicó: “No se preocupe amigo, sólo son lágrimas”.