En un claro de la selva amazónica, salvajes semidesnudos rodean a un hombre de piel blanca. El pobre está atado, boca arriba. El veneno de la flecha que le han clavado en un hombro le ha inmovilizado gran parte de su cuerpo. Siente como si le hubiesen aplicado anestesia local en cada una de sus articulaciones, y la boca como si hubiese acabado de salir del dentista. El infeliz no puede ni pedir auxilio. Entorno a él, los salvajes están inquietos. Unos preparan en un cuenco una espesa pintura roja, otros una hoguera bajo una gran cacerola, y otros buscan entre las pertenencias del maltrecho aventurero. De entre éstos últimos, se impone el de más edad, el que parece ser el jefe de la tribu, y no permite que nadie saque nada de la mochila excepto él. La explora con sigilo, como si esperase encontrar algo mágico dentro. Los demás le rodean con expectación. Saca un mapa que despliega al revés, y lo observa sin prisas, con curiosidad. Luego saca un paquete de barritas energéticas que no sabe abrir, un vaso de plástico, y unas latas de comida que agita una a una junto a su oído. Entonces, otros salvajes comienzan a dibujar el torso del hombre blanco, con una pintura pastosa. Él se percata y se retuerce. Sabe que es el comienzo de una ceremonia ritual. Además, observa con pavor, como algunos salvajes llevan colgadas de sus cinturas cabezas humanas reducidas, con los labios cosidos y expresiones de dolor.
Mientras, el jefe de la tribu sigue profanando su mochila. Saca una cartera, y de ella unos billetes. El hombre blanco lo ve y emite un sonido gutural. Tensa el cuello. Quiere hablar. Quizás quiere decir que si le dejaran irse, podría conseguir mucho más. Pero el salvaje tira el dinero al suelo con desprecio, como si fuera lo menos valioso de todo lo que ha encontrado. La víctima se resigna a su suerte y vuelve a su silencio. Luego el salvaje saca de la cartera una foto, y los demás se acercan para ver lo que muestra. En ella está el hombre blanco, con su mujer y sus dos hijos. Se hace el silencio entre los verdugos. Se vuelven hacia la víctima. Observan como un camino de lágrimas surca su cara pálida. Uno de los salvajes se le acerca y toca una lágrima con sus dedos. Se los lleva a la boca y los saborea. Los demás permanecen atentos. El catador de desgracias ajenas dice algo y todos ríen, y comienzan chillar y a dar saltos, y a pintar aún con más frenesí al pobre hombre blanco. El desgraciado ya sólo mira boca arriba, al pequeño trozo de cielo que le deja ver la vegetación.
El jefe de los salvajes vuelve con obsesión a la mochila. Saca una linterna, y uno, dos, y hasta tres paquetes de pilas. Y luego una caja de plástico negra, con botones plateados. De pronto, casi sin tocarla, la caja comienza a expulsar sonidos, y, asustado, la deja caer al suelo. Aun así, a pesar del golpe, continúa la canción que había comenzado a escucharse: Hotel California, de los Eagles. Los acordes hacen silenciar a los pájaros, y se expanden más allá de los matorrales, de los árboles, y se pierden por lo más oscuro de la selva. Los salvajes se arrodillan alrededor de la caja, y sin pestañear la contemplan, mientras escuchan los sonidos que emite. Pero termina la canción y se hace el silencio, y el jefe la coge, la zarandea, aprieta sus botones, pero no consigue que la música vuelva a sonar. Se vuelve hacia el hombre blanco y se dirige a él, con la caja. Dice algo y otros se acercan y lo desatan. Lo sientan sobre el tronco de un árbol caído y le presentan la caja. Con una movilidad reducida por los efectos del veneno, el hombre levanta torpemente el brazo, y mueve los dedos lo justo para conseguir apretar un botón. La guitarra eléctrica se escucha de nuevo en la selva. Pero al cabo de unos minutos se acaba la canción, y el jefe comprende que necesitará al hombre blanco para seguirla escuchando. Así que ordena que le quiten las pinturas, le den comida, y lo cuiden hasta que se le pase el efecto del veneno.
El hombre blanco vive aún con los salvajes. Él les proporciona música, y ellos no reducen su cabeza.
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