Hace muchos, muchos años, vivía en un poblado un hombre que estaba obsesionado con la luna. Por la noche, cuando desde la espesura del bosque los animales nocturnos acechaban, los habitantes de aquel lugar se reunían entorno a una hoguera, en un claro entre las cabañas. Alrededor de ella se reía, se cantaba y a veces se danzaba. Pero mientras los demás se divertían, el hombre se alejaba, solo, y subía a un montículo cercano, desde donde pasaba la noche mirando la luna. A veces no lo hacía con la cabeza erguida, sino de lado, porque según él, así era aún más bella. También decía cosas como que la luna le sonreía, o que a veces le hablaba.
Una mañana salió de su cabaña con su mejor calzado y con una bolsa de piel de cabra atada a la espalda. Dijo a quien le preguntó, que durante el día caminaría hacia el lugar del horizonte donde la luna se alzaba al oscurecer. De esa forma, conseguiría estar cada vez más cerca de ella, y podría verla cada noche más grande. Quizás incluso llegaría a conocer el lugar donde nacía, que debía de ser maravilloso y lleno de secretos. En el poblado pensaron que pronto se le acabaría la comida y regresaría. Pero pasaron los días…
El hombre atravesó cauces de ríos, valles, montañas. Se alimentó de animales que nunca antes había visto, conoció a gentes de las que nunca había sabido. Gentes de otros poblados, algunas de carácter hospitalario y otras no tanto. Incluso alguna vez fue robado y maltratado. Aunque, cuando contaba lo extraño de su propósito, muchos terminaban por ayudarlo. A pesar de todos los inconvenientes, no dejaba nunca de caminar hacia el lado del mundo donde la luna aparecía. Cruzó parajes desiertos, escaló montañas donde el suelo era frío y blanco, y aunque había visto la luna desde sitios en los que nunca habría soñado, comenzó a pensar que no encontraría jamás dónde nacía. Hasta que un día, llegó a un lugar donde tuvo que detener su marcha. Nunca había visto el mar. Un inmenso horizonte de agua salada lo cubría todo.
Desesperado, hundido por la imposibilidad de seguir un camino, esperó a que llegara la noche, para despedirse de su sueño antes de volver al poblado. Pero cuando la oscuridad se hizo completa, la luna fue apareciendo por detrás del mar, poco a poco, en el límite del horizonte. Su luz se proyectó en la superficie del agua, dibujando un claro sendero que dividió en dos la oscuridad. Un brillante camino nacía en ella y moría en la orilla de la playa, a los pies del hombre. Las olas le susurraban al oído, invitándole a introducir sus pies en el agua, para seguir persiguiéndola.