Notas de viajes – Cuba – Calles de la Habana vieja.

La Habana Vieja es una cuadrícula perfecta de infinitas calles, limitadas por el mar y por los ríos. Todas sus casas parecen tener más de un siglo, te puedes llevar horas paseando sin ver una construcción de menos de esa edad. Por el tamaño de las casas y de los edificios, por su riqueza en ornamentación, en detalles, te puedes hacer una idea de la importancia que debió de tener un día esta ciudad. La mayoría de las casas son grandes, ostentosas, aunque de un lujo olvidado y decadente. Lo dicen las fachadas, los capiteles desconchados, invadidos por la hiedra, que se caen a pedazos tras décadas de escasez y necesidades. Casas entre calles fantasma, pero tan llenas de vida, que no hay un pequeño rincón donde uno pueda estar sólo. Habitadas por familias que luchan cada día por mantenerlas. Pero la lucha se antoja titánica con los medios que tienen. Se les ve pequeños en sus grandes balcones, semidesnudos entre las majestuosas balaustradas.

Andando por una de estas calles, observé a joven subido en lo alto de una celosía. La celosía era una estructura plana que sobresalía a unos tres metros del suelo sobre el portal de un edificio antiguo, y se adentraba en el acerado de la calle un par de metros. Un saliente de hormigón, proyectado para proteger del sol o la lluvia a los habitantes del edificio que entrasen o saliesen del portal. El joven tenía puesto un arnés cogido a una cuerda que subía por las cuatro plantas del edificio, hasta la azotea, donde debía de estar atada a algún saliente. El edificio estaba descolorido,  con desconchados, y la celosía no parecía estar en mejor estado, por lo que, seguramente se estaba reparando. El joven no llevaba casco. Subido sobre la celosía martilleaba los bordes, y desmoronaba poco a poco la gruesa torta de hormigón, que comenzaba a mostrar sus huesos de hierro. Pero la celosía no sólo se estaba descarnando en sus bordes, pronto advertí que lentamente se  estaba doblando hacia abajo. Los grises trozos caían en una calle cortada al tráfico por otros dos o tres jóvenes que no dejaban que entraran coches, y que procuraban que la gente circulase por la acera contraria de la celosía. Había un grupo de personas en esa acera, detenidas, atraídas por la curiosidad de ver al chico martilleando en la altura. Hasta que de pronto ocurrió algo. Se escuchó un fuerte estruendo, y todo se volvió entre gris y blanco. Una nube de polvo cubrió toda la calle, especialmente el lugar donde se encontraba la celosía y el chico. Durante unos segundos no se vio nada, sólo se escucharon gritos de confusión. Cuando la nube se aclaró, la celosía ya no existía, y el chico estaba colgado de la cuerda que quizás le había salvado la vida. Con el ruido del desplome y del grito de la gente  que lo había presenciado, muchos salieron a los balcones. Contemplaban como el chico colgaba del arnés, y este de la cuerda que salía desde la azotea. Se bamboleaba por el efecto de la reciente ausencia de base donde sustentarse. En el desplome, me imagino que como un acto reflejo, había soltado el martillo, y ahora oscilaba de un lado a otro como el péndulo de un reloj de pared. Cuando la oscilación le alejaba del edificio miraba hacia abajo, y cuando le acercaba, como para adelantar trabajo, con sus manos arrancaba los hierbajos que con el tiempo habían crecido entre la pared y la celosía.