Notas de viajes – Tanzania – Los masáis

Creo que fue al primero que vi. Estaba muy lejos, pero todo me inducía a pensar que era uno de ellos. Una figura alargada avanzando firme sobre un océano de pastos secos, sin apenas árboles ni nada que perturbase lo llano. Por algo la palabra Serengueti quiere decir llanura sin fin, y por algo también los masáis adoran a las escasas montañas de aquella parte del mundo. El hombre caminaba como si llevase así toda la vida y como si fuese a estar así siempre. No se intuía de dónde venía ni a donde iba, no se intuía que siguiese ningún camino, el camino lo inventaba él. Y así el sol de la mañana destacaba su vestimenta rojiza en aquel mundo seco y amarillento, cubriendo su forma delgada, casi tanto como el delgado palo con el que avanzaba. Su caminar ejercía sobre mí un efecto hipnótico, solo perturbado por alguna historia que nos contase nuestro guía, que trataba de agradarnos y a la vez entretenerse, mientras conducía la furgoneta por aquella recta y aburrida carretera.

                Fue entonces cuando nos contó algunas de sus tradiciones, como la de que los masáis creen que todo el ganado que existe es suyo, porque igual que dios les entregó a otros pueblos otras cosas, como la agricultura o la pesca, a ellos les dio las vacas y las ovejas, y se ven en el derecho de robárselas a otras tribus si lo creen conveniente. O la de que hasta hace poco los jóvenes tenían que demostrar su hombría para pasar a la edad adulta cazando un león. Aunque por las nuevas leyes proteccionistas de los países por donde transcurre su vida nómada, han tenido que abandonar esta costumbre. A cambio de ello deben de pasar un mes aislados con un rebaño, alejados de la seguridad del poblado, protegiéndolos de hienas, leones, y otros depredadores de las llanuras. Tratando de conseguir nuestra sorpresa, como un abuelo cuenta una historia fantástica a sus nietos pequeños, nuestro guía nos dijo también que había sido testigo de cómo los masáis son transparentes a las hienas, a los leones, y a todos los animales salvajes. Pueden estar cerca sin que las fieras les hagan daño. Es como si los respetasen.

               Mientras contaba esto, poco a poco, otros masáis se fueron incorporando al paisaje. Otros viajeros como el hombre solitario fueron apareciendo en el horizonte. Solos o en pequeños grupos, todos seguían una ruta en aquel infinito mar de hierba seca, como los aviones en el cielo. También comenzaron a aparecer más por la carretera, caminando junto a ella, o sentados a la sombra de los escasos árboles. Vestidos con sus túnicas, unas rojas y otras de color púrpura, como si tuviesen un significado religioso. Al pasar nos miraban con curiosidad, como miraban antiguamente en los pueblos al paso del extranjero. Tuvimos que detenernos ante un rebaño que cruzaba la carretera. Los animales caminaban despacio, sin prisas. Entre la nube de lana sobresalía quien las guiaba. Era un chico muy joven, casi un niño. Parecía que estuviese en la orilla del mar. Los animales eran el agua que le cubría hasta la cintura, y su túnica roja se abría como una vela con el viento de levante. Pero a pesar de todo se mantenía de frente, firme, sin dejar de mirarnos. Estaba solo, muy solo, pero en su lejano y oscuro rostro se podía distinguir el blanco de una sonrisa.

                Cuando quisimos darnos cuenta, el guía nos avisó de que estábamos llegando al poblado masái que habíamos acordado visitar. Yo imaginaba cogerlos en la hora de sus faenas, de sus trabajos, de sus labores, y hacer un poco de espía. Pero al acercarnos al poblado todo fue muy diferente. Un par de docenas de personas estaban en la entrada, esperándonos. Debían de constituir la mitad del poblado. Al bajarnos del coche unos cuantos nos saludaron y los demás se agruparon en dos formaciones, una de mujeres y otra de hombres. Al principio me costó un poco distinguir esto, porque las mujeres, al igual que muchos hombres, llevaban la cabeza rapada, o con el pelo muy corto. Y ambos vestían túnicas. Pero pronto me fijé en que las mujeres portaban en el cuello una especie de collar plano y muy ancho, que se elevaba y despegaba visiblemente de sus torsos al danzar. Mientras que ellas realizaban un canto suave, sin abandonar su lugar, los hombres danzaban moviéndose de un lado a otro en una cuidada formación, con unos cánticos más estridentes y atrevidos. Luego se detuvieron. Las mujeres invitaron a las mujeres de mi grupo a unirse a ellas, y los hombres hicieron lo propio con nosotros. En nuestro caso los masáis formaron un semicírculo enfrentado a las mujeres, y el baile se hizo más tranquilo, pero a cambio, de vez en cuando, uno de los hombres se colocaba en medio de la formación y daba saltos en el sitio, con los brazos juntos y con su vara en la mano. Luego se retiraba y lo sustituía otro. Intuí que la cosa iba de saltar más alto que nadie. Como me temía, cuando uno de ellos finalizó su danza se acercó para prestarme su vara e invitarme a salir. Yo pensé que tampoco era tan difícil. Salí al centro a saltar. Pero pronto me percaté de que mis pantalones no eran los más adecuados. Para no llevar mochila tenía repartidos en sus ocho bolsillos todas mis pertenencias, las cuales sentía perfectamente botar conmigo. Pero me estaban grabando mis compañeros de viaje, así que no solo no dejaba de saltar, sino que incluso trataba de sonreír.

                Tras el recibimiento nos invitaron a entrar en el poblado. Estaba delimitado por una cerca de ramas secas como defensa ante los depredadores. Por dentro había otro circulo concéntrico para guardar al ganado por la noche. En el centro del poblado una gran acacia proporcionaba una gran sombra. Las reuniones en el pueblo se realizaban bajo ella. En el espacio entre los dos círculos estaban las casas. Eran redondeadas, como los iglús de los esquimales. Pero en este caso construidas con ramas y excrementos de animales. Nos dividieron en grupos y nos invitaron a verlas. Eran muy oscuras, con una pequeña abertura en el techo por donde entraba un mísero caño de luz. Una de ellas, la más grande, era el colegio. Entre retorcidas ramas unidas por cuerdas y amasijos de hierbas secas, una veintena de niños de una gran variedad de edades se sentaban en tablones frente a su profesora, sin mesas. Nos cantaron una canción típica y luego salimos.

               Para finalizar nos llevaron al centro del poblado, donde habían preparado unas mesas con productos de artesanía. En general la visita transcurría de un modo muy relajado, y bombardeábamos con preguntas a nuestros guías masáis, que al parecer eran los jóvenes del poblado que sabían inglés. Pero llegado un momento noté una cierta tensión. Comenzaron a apremiarnos. Al parecer tenían programada otra visita para otro grupo de turistas que llegaría de un modo inminente. Creo que eso nos dolió y nos alejó la sensación de ser algo “especial” para ellos. Hizo que nos sintiésemos “un grupo de turistas más”. Quizás por eso se nos ocurrió decirles que no nos podíamos ir sin devolverles su baile, y en la entrada del poblado, donde nos habían recibido y donde nos querían despedir, pusimos música por sevillanas, y comenzamos a bailar. Nunca olvidaré sus risas ni las caras que pusieron. Abandonaron sus máscaras, tiraron el guion de la visita, y por primera vez pude ver dentro de ellos.