Es por la mañana, bastante temprano, los turistas no se han levantado aún. Por las azules e intrincadas calles de Chauen, los comerciantes comienzan a colocar cuidadosamente sus artículos junto a las paredes de las estrechas calles. Cuadros, ropa, cerámica, que han estado comprimidos y encerrados durante la noche en un pequeño local, y que ahora ven el sol incipiente de la mañana. Esas calles desembocan en la plaza central, en la que se encuentra la mezquita y las murallas. Frente a ellas varios bares turísticos, todavía vacíos, aunque en la esquina superior de la plaza uno de ellos destaca por encontrarse relativamente aislado de los demás, y repleto de personas en las mesas del exterior. Son todos hombres, y parece que todos de aquí, de Chauen o de los alrededores. Algunos visten chaquetas de cuero y pantalones vaqueros, aunque la mayoría visten chilabas. Colores crema, gris, marrón, verde claro, pero todos lisos y uniformes. Calzan sandalias, chanclas de tela o zapatos. Algunos están con la capucha puesta a pesar de encontrarse bajo el toldo del bar. Pero hace algo de frío. Sale el sol entre las montañas y Chauen se ilumina, y el azul de sus casas se hace más vivo y menos suave.
Los hombres del bar están sentados en sillas de recargadas formas metálicas, como la de los cafés antiguos, acompañadas de mesas a juego. Jóvenes y viejos, pelo oscuro, tez morena, normalmente en grupos de tres o cuatro, aunque también alguno sólo, leyendo un periódico. Pero todos orientados hacia la plaza, como pendientes de lo que ocurre en ésta, aunque todavía no pasa apenas nadie. Unos toman té y otros café, en vasos muy largos. Lo toman conversando muy pausadamente, como si se fuesen a llevar ahí todo el día. Si la conversación no es demasiado interesante, se abren más de cara a la plaza, y si es interesante se cierran hacia su mesa. Algunas veces la conversación en un grupo se acelera, se anima, y además de las palabras entran los gestos, con las manos, endureciendo el torso, y enfrentándose con muecas en la cara, encendiendo los ojos. Todo se relaja cuando aparecen los blancos dientes de una risa.
De vez en cuando pasa por delante del bar alguien con algún carro, transportando material, o alguna mujer con su traje y su capucha o su pañuelo. Cargan toldos, mesas plegables, o productos que llevan al mercado, o también muy cerca, en la misma plaza, donde comienzan a darle forma a su negocio. En el bar, algunos tienen a su lado algún bulto, que quizás contengo productos que llevarán a vender. En grandes paquetes cerrados artesanalmente con cuerdas o en una bolsa. A cada minuto, alguno se levanta llevándose sus pertenencias. Se despide apurando su té o su café. Y poco a poco, todos van abandonando sus sillas metálicas, que quizás algún extranjero madrugador ocupe. Ya serán los turistas, los que durante todo el día se hagan con el bar. Aunque, al día siguiente, por la mañana temprano, los hombres del lugar volverán a recuperarlo de nuevo.