Notas de viajes – China – El pueblecito

Un día, un guía local nos llevó por unos pequeños pueblecitos de la provincia montañosa de Guizhou. A media tarde llegamos al último. No sé por qué extraña razón, entonces no me preocupé de conocer su nombre. Posteriormente he tratado de buscarlo en los mapas pero no he logrado encontrarlo. Quizás sea mejor así. Es como si lo hubiese soñado…

Al bajar del coche algo me invitó a perderme, a dejarme llevar sin hora ni rumbo fijo, a caminar por las estrechas calles empedradas, entre las casas de madera, donde el tiempo parecía ir más despacio que en el resto del mundo. Me detuve frente a un colmado bajo el que había un grupo de mujeres tejiendo. Activaban los telares con sus piernas, mientras trabajaban las telas con sus manos. Seguí caminando, y en la misma calle, más arriba, observé como unos hombres construían una casa. Cortaban largos tablones de madera y le hacía unas muescas para encajarlas, sin ningún clavo. Se movían entre andamios de cañas de bambú, unidas por cuerdas, sin rastro de metal o cemento por ningún lado. Continué mi marcha y comprobé como un poco más adelante se abría un claro entre las casas. Era el centro del pueblo. En él había un estanque con grandes nenúfares, y en sus orillas, sobre estructuras de madera, se encontraban extendidas grandes sábanas con alimentos secándose al sol. Pepinillos rojos, grano amarillo, plantas verdes… En su conjunto formaban un vistoso puzle de colores que ocupaban toda la orilla de aquel pequeño lago, donde trabajaban mujeres con pañuelos en sus cabezas, al ritmo de música tradicional china. El frenesí de estas actividades contrastaba con la calma de personas muy mayores, con ropas que bailan entre sus huesos, subiendo alguna cuesta empedrada. Algunos acudían a un lugar central de la plaza, a una construcción comunitaria en forma de pagoda, a cuya sombra jugaban a las cartas. En su lento caminar se cruzaban con animales que deambulaban por las calles: gallos, gallinas, perros, gatos, una hilera de patos en perfecta formación… seres que también formaban parte del pueblo. De un modo caótico, cada criatura parecía conocer dónde estaba su hogar y quien era su dueño.

Siguiendo la orilla del estanque llegué al modesto rio que lo alimentaba, y que dividía en dos al pueblo. Pasé al otro lado por encima de sus turbulentas aguas, caminando sobre un antiguo puente de madera. Tras este había un camino de piedra que me llevó a las afueras, hasta la ladera de una colina. De allí partían unas escaleras esculpidas en el suelo. Las seguí para conocer a donde llevaban. A medida que subía, veía las casas desde más arriba, con una mejor perspectiva, hasta que alcancé un mirador. Ya no se podía subir más. Desde aquel lugar se podía ver todo el pueblo. Comprobé que este se encontraba enclavado en un hueco entre montañas. Los tejados de las casas parecían formar un cascarón oscuro que ocultase a la gente, pero aun así, varias calles y lugares como el estanque estaban desnudos a mi mirada. Era curioso, había estado paseando por sus calles, y aunque la gente del pueblo se había mostrado acogedora, me había sentido como un ser extraño profanando un templo sagrado. Pero aquel lugar elevado me ofrecía la oportunidad de continuar siguiendo sus vidas, aunque sin esa sensación. Podía ver a las mujeres llevando a los niños de la mano, a los hombres acarreando productos en sus carros, o a gente por la carretera, en dirección a los verdes campos de arroz que habían logrado arrebatarle a la montaña. El sol de media tarde propiciaba un paisaje de luces y sombras que invitaba a recrearse en infinitos detalles, a deleitarse de cada rincón de aquel cuadro. Parecía que lo último que se me podría pasar por la mente en aquel momento era cerrar los ojos, pero así lo sentí y así lo hice: …rumor de agua corriendo por el río, de viento entre las montañas, entre los árboles, entre los tejados,… golpes de un martillo, choque de maderas, rumor de armoniosas canciones… un lenguaje cercano, y a la vez extraño.

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