Aquella noche en la feria
ella me pidió bailar.
Y bailamos,
claro que bailamos…
Sus labios no pronunciaron
su nombre,
solo que era su primera
noche en Sevilla
y la última también.
Nos abrimos paso
entre las mesas,
entre botellas de vino,
entre la gente,
un acento dulce y suave,
sabor a tierras del norte,
sus labios me dijeron:
“no sé bailar sevillanas”,
para luego
susurrarme al oído:
“baila conmigo”.
Y bailamos,
claro que bailamos…
En el corazón de la caseta
nos envolvieron
los vestidos de lunares,
las palmas,
los acordes de guitarra,
los poses flamencos …
Pero yo no traté de enseñarla,
ni de guiarla tampoco,
solo nos dejamos llevar,
jugamos,
inventamos un baile nuevo,
sin pasos conocidos,
sin reglas, sin ataduras,
un baile inédito,
que brotaba del alma,
de nuestra mirada,
del niño que ella veía en mí,
de la niña que yo veía en ella,
como si hubiésemos bailado
esa misma canción
miles de años atrás,
en la profundidad de un bosque,
al calor de una hoguera,
a sabiendas de que
nuestro baile
sería efímero,
breve y efímero
como el de esas especies
en las que mueren
después de hacer el amor.