La luna se asomaba a la torre,
y la torre se asomaba a la luna
y esa noche las dos eran una.

Camisas negras, negro pelo,
negro cielo,
toques de guitarra prendieron
en el corazón del pueblo
y el murmullo de sus cuerdas
se perdía por las calles,
por los balcones,
y acariciaba a los pájaros
dormidos,
a los jazmines de los patios
y a la menta de los rincones.

Negro vestido, negro pelo,
negro cielo,
una mujer bailaba en la lumbre
y su talle de junco se fundía
en un tiento con la palmera,
en otro con el limonero,
su sombra dejaba
una huella de sangre,
entre los brotes de lentisco,
en la flor del romero.

Unas palmas cortaban el aire,
piel curtida, manos sabias
pero fuertes,
esfuerzo contenido,
como queriendo no despertar
a un niño recién dormido,
ni a los que duermen
en los caminos,
en tumbas sin lugar ni fecha,
como si
ni tan siquiera nombre
nunca hubiesen tenido.

Pero las palmas y los golpes
de tacón callaron,
la guitarra se contuvo,
y como si el tiempo se plantase,
del silencio surgió una voz rota;
camisa negra, negro pelo,
negro cielo,
ojos cerrados, puño abierto,
su cuello se tensó como un roble
y de su alma brotó un quejío
que arañó la cal de las paredes,
hizo temblar el agua de la fuente,
al cristal de las farolas,
a las rejas de las ventanas
y hasta los goznes de los postigos.
Y se fue a morir mansamente
en la tierra sedienta,
entre los olivos.

Pero en la noche repicó una campana,
y la luna se despidió de la torre,
y la torre se despidió de la luna,
que se perdió por los tejados,
allí donde se pierden los gatos.
Y el pueblo quedó en silencio.