Me hospedé durante una semana en el barrio de Vedado, que está relativamente alejado del centro de la ciudad, de la Habana Vieja. Tenía que buscarme un medio de transporte para viajar todos los días al centro. Tras comparar varias posibilidades, lo mejor y más rentable era coger un bus turístico, de estos que tienen dos plantas, y la de arriba no tiene techo, va al aire libre. Como aquello es una zona de hoteles y de extranjeros, había una línea que partía de allí, y pasaba por todos los hoteles, para más tarde recorrer la ciudad hasta la parte antigua. A mí personalmente este tipo de autobuses siempre me habían parecido demasiado “turísticos”. Cuando los veía por mi ciudad, tan llamativos, con la planta de arriba descubierta y docenas de cabezas con el pelo al viento tras una cámara apuntando como en un safari, no me imaginaba subido en uno de ellos. Pero me decidí a cogerlo. Al principio lo pasé mal, cuando atravesaba las calles la gente se te quedaba mirando. Parecía que tenías por encima una flecha apuntándote que ponía: “turista”.

Pero a medida que fueron pasando los días fui tomando el lado bueno. Algunas veces, por algunos de los barrios por donde pasaba el autobús, algunas de las personas y niños te saludaban, y yo los saludaba a ellos como si fuese un personaje en la cabalgata de Reyes Magos. De vez en cuando sacaba la cámara para hacer alguna foto, o incluso la dejaba unos segundos grabando para recoger el ambiente de las calles. Había que tener cuidado, porque en algunas avenidas los árboles tropicales no sabían de turistas. Sus formas se habían adaptado al paso del autobús, pero si te descuidabas, el precio a levantarte para hacer una buena foto podía ser un golpe o un arañazo con alguna de sus ramas. Me fui acostumbrando, ya conocía las zonas de peligro y trataba de eludirlas con anticipación, lo que no conseguían muchos de los que tomaban el autobús por primera vez. Otro atractivo era que una guía en la cabina de abajo te iba contando cosas sobre los lugares por donde ibas pasando, siempre en español e inglés y algunas veces también en francés o en italiano. “A su derecha la plaza de la revolución, con las imágenes gigantes de Che Guevara y Camilo Cienfuegos”,…  “a su izquierda, el cementerio Colón, el más grande de Latinoamérica”,… “a su izquierda el Malecón de La Habana, de siete kilómetros de longitud”… Todo ello al principio me resultó muy interesante, pero claro, todos los días lo mismo, durante una semana…. ¡A la ida y a la vuelta!

Pero así pasaron los siete días, y así llegó el último, el de mi despedida de La Habana. Me dí el último paseo por la ciudad antigua, hice unas compras, y por la tarde tomé el último autobús turístico de la jornada, para volver al barrio de Vedado. Recuerdo que en tan solo unos minutos había cambiado el clima, y el cielo se tornó nublado y oscuro, con un furioso viento que se adueñó de las calles. Empeoró tanto, que el autobús iba vacío, y subí a la plataforma de arriba, sólo. El autobús dobló para tomar la avenida del Malecón, pero las olas rompían con tanta fuerza contra las rocas, que el agua bañaba el lateral del autobús, y el mar me caía como una finísima ducha de gotas saladas, que las rachas de viento lanzaban sobre mi cara. Luego el autobús giró en el hotel Riviera, y subió hasta la plaza de la revolución, para pasar como siempre junto a las paredes de los edificios con las imágenes gigantes del Che Guevara y Camilo Cienfuegos, ya iluminadas. Escuchaba a la mujer que iba de guía, seguía hablando por cada lugar que pasábamos, igual que si el autobús fuese lleno de turistas. Era una voz ya cansada, de final del día, de último viaje, repitiendo lo mismo que miles de veces al pasar por aquel sitio. Aproveché una parada y bajé a la planta de abajo. Estaba mojado y ya tenía frío arriba. Me percaté entonces de que en la planta de abajo tampoco había nadie, sólo el conductor y la guía, con su uniforme azul y su micrófono pegado a sus labios. Quizás pensaba que alguien arriba la podía estar escuchando. Iba de pie, mirando al frente. Me acerqué por detrás. Parecía que me habían tirado por encima un cubo de agua, como un náufrago, así que ella dio un respingo al verme. Le dije que arriba no había nadie, que yo era el último viajero, y que me conocía de memoria todo lo que iba a decir en el trayecto que quedaba. Que por mí podía descansar. Ella se quedó unos segundos pensativa, me dedicó una sonrisa cansada y dijo: “gracias señor, no se preocupe, tengo que continuar, es mi obligación”.