Era de noche, y un grupo de seis viajeros buscábamos algún sitio donde cenar en un barrio antiguo de Pekín. Teníamos un hambre considerable, después de haber visitado durante el día la muralla china y habernos pasado todo el día caminando. Aquella noche, las calles-mercado estaban abarrotadas de gente comprando y disfrutando de algún alimento mientras caminaban. Pero no era cuestión de comer de pie, buscábamos con desesperación un lugar donde sentarnos. De la tumultuosa calle principal partían estrechas callejas, tranquilas y oscuras, sin apenas farolas, alejadas del bullicio. En alguna de ellas había pequeños establecimientos donde servían comida, pero por donde pasábamos, las pocas mesas de las que disponían se encontraban siempre ocupadas. Tras andar un rato, junto a un pequeño bar, alguien señaló una mesa descolorida y pequeñita, con dos sillas. Pero éramos seis. Una mujer se percató y se acercó hasta nosotros hablándonos en chino, con interés de atraernos hasta la mesa. Nosotros nos reímos y tratamos de hacerle entender que no podía ser, pero mientras lo hacíamos, dos chicos desaparecieron en el local de al lado. En unos segundos montaron una segunda mesa, añadieron cuatro sillas de plástico, y lo que en principio nos pareció una ruina se convirtió en algo acogedor.

La mujer volvió con una carta plastificada. La recibimos con avidez, parecía que por fin íbamos a cenar, pero al observarla nos dimos cuenta de que todo estaba escrito en chino. La mujer tampoco nos podía ayudar porque no sabía nada de inglés y no había forma de decirle lo que nos gustaba. Además, llevábamos sólo un día en China y todavía no nos había dado por utilizar el traductor del teléfono móvil. Menos mal que al menos la carta contenía cinco o seis fotos de platos. Decidimos señalárselos todos, para que la mujer trajese uno de cada. Cuando llegaron a la mesa comenzamos a probarlos. Todos parecían apetecibles menos uno, que contenía unas tiras de pasta que no tenían buen sabor, eran algo insípidas. Había otros con otras pastas de sabores más atrayentes, y otros que contenían carne, que con el hambre que llevábamos fueron los primeros en terminarse. Aunque confieso que sentí reparo al comer de estos, porque el no saber del animal que procedía no me agradaba. Pero probé hasta unas costillas hervidas de un color poco atrayente, casi blancas. Al final sólo quedó el plato de las tiras de pastas, que seguía casi entero. Cuando la mujer volvió, hizo un gesto de interrogación señalándolo. Le contestamos con desaprobación. Entonces ella cogió el contenido de unos pequeños recipientes que había alrededor del plato, acompañándolo, en lo que parecía conformar una guarnición, y los vertió en la pasta. Luego la removió hasta que tomó un color oscuro, y se alejó de la mesa sin decir nada, riéndose. El sabor cambió tanto, que ya todos queríamos comer de él.