Dicen que cuando Eulalio nació ya tenía cara de viejo, y que más que un niño parecía un duendecillo. De mayor conservó una extrema delgadez, cara y orejas alargadas, nuez pronunciada, nariz encorvada y un pelo liso cobre que en muy poca cantidad le caía como una finísima cortina sobre los hombros. Nadie sabía con certeza su edad, ni él mismo. Su casa eran cuatro paredes de ladrillo de adobe cubiertas por un tejado de baja altura, formado por algunas tejas y plásticos que volaban a pesar de estar sujetos por piedras. Junto con otras nueve formaban un pequeño suburbio que fue absorbido por la ciudad cuando se construyó el barrio de La Esperanza. Eran casas olvidadas en el centro de un barrio olvidado. Eulalio vivió con una tía que lo cuidó desde pequeño, pero cuando ésta murió, se quedó solo. Se ganaba la vida con un carro construido a base de tablas, hierros retorcidos y ruedas de bicicleta. Con él rescataba de los contenedores de basura cualquier cosa que pudiera venderse en algún mercadillo: un peluche al que le faltaba un ojo, un viejo libro en francés, un disco de vinilo, o una mesita de noche con tres patas.
No siempre iba solo, a veces le acompañaba Faelito. Eran amigos desde pequeños. Ya de niños pedían puerta por puerta cartones viejos y periódicos, que luego vendían en una trapería al peso. Aquellos fueron buenos tiempos. Aunque algo sucios, un chaval delgadito con el pelo rubio y otro gordito, eran bien recibidos en todas las casas. Sin embargo, treinta y tantos años después, al observarlos a través de la mirilla, sus rostros resecos y sus ropas y aspecto descuidado no facilitaban que la gente abriese sus puertas.
Eulalio era un personaje conocido en el barrio, pero pocos lo conocían bien. Por su parecido a un cantante heavy envejecido, para algunos debía ser un “hippie” que había dejado atrás su juventud manteniendo un estilo de vida. Lo imaginaban fumando porros y contando mil y una anécdotas de conciertos. Aunque la verdad es que a Eulalio no le gustaba fumar, y lo más cerca que había estado nunca de un concierto era en el cimbreo de su carrito por las calles adoquinadas de la ciudad. Para otros era una especie de gurú, un brujo al que se le atribuían pequeños milagros, como resucitar a una gallina que se había ahogado, o adivinar enfermedades en personas en las que todavía no se había dado ningún síntoma.
Aunque lo más conocido de Eulalio era su gran afición: los pájaros. Cuando llegaba la tarde, los hombres se reunían en el bar para jugar una partida de cartas o ver un partido de fútbol, pero Eulalio prefería irse a las afueras del barrio, a un lugar que llamaban el parque. Estaba previsto que aquel terreno fuese la mayor zona verde de la ciudad, aunque cada año, la falta de un permiso o un recorte presupuestario lo impedía. Esto había propiciado un hábitat salvaje, en el que había crecido un bosque de álamos, pinos, sauces y otros árboles, rodeados de una agreste vegetación, donde el descuidado aspecto hacía complicado reconocer alguna especie. Incluso en el parque había un gran lago en cuyo entorno la gente abandonaba a los animales que ya no querían seguir cuidando: tortugas, patos, peces, perros, lagartos, gatos, ratones, serpientes, y corría el rumor de que hasta vivía en él un pequeño cocodrilo.
Toda aquello permitía que en aquel paraje se diese también una gran variedad de pájaros. Eulalio pasaba horas y horas observándolos, vivía parte del día con ellos. Para él, cada uno era un ser maravilloso y único. Tenía la habilidad de diferenciar su especie, su sexo, y con bastante aproximación hasta su edad. Incluso les había puesto nombre a algunos. Esta afición para la gente del barrio adquiría un punto de locura. Hay quien decía que cuando Eulalio entraba en el parque, los pájaros le saludaban con sus sonidos, o que cuando se detenía a observarlos, se le acercaban y se dejaban tocar por él. También que Eulalio se subía con gran agilidad a los árboles para estar más cerca, adoptando una postura encogida, encorvada, emitiendo extraños silbidos para imitarlos. Con sus facciones alargadas, su nariz picuda y sus extremidades de alambre, parecía confundirse entre la vegetación y ser uno más.
Por ello, cuando Eulalio decidió construirse una casa en uno de los árboles con la intención de irse a vivir en ella, a muchos no les resultó tan extraño.