Sobrevolar con el cóndor
las heridas de la tierra
que surcan los valles.
Perderse entre montañas
de piedras esculpidas
para una ciudad sin nombre.
Abrazar a las estrellas
en la isla de un lago
que toca el cielo.
Y sentir como ellos,
como los antiguos Andes,
que el Sol y la Luna
son nuestros padres,
y las montañas
seres protectores,
de torsos nevados,
a los que suplicar,
que todo siga igual,
que nada cambie.